Los padres nos interiorizamos sobre lo necesario para que los cuerpos de nuestros hijos crezcan sanos, sabemos sobre alimentación y otros cuidados. Pero muchos carecemos de información básica sobre el cerebro de los niños.
Y… ¿por qué deberíamos interiorizarnos respecto del cerebro? La neurociencia avanzó bastante en estos últimos años y mucho se ha descubierto sobre el papel fundamental que cumple el cerebro en varios aspectos de la vida de los niños que preocupan a los padres, como la disciplina, la toma de decisiones, la conciencia de sí mismo, las relaciones sociales, etc. De hecho, el cerebro determina en gran medida quiénes somos y qué hacemos.
El Dr. Daniel Siegel autor del libro “El cerebro del niño”, nos explica que el cerebro está en constante modificación y que es moldeado fundamentalmente por la experiencia. Incluso en la vejez, nuestras experiencias cambian la propia estructura física del cerebro. Por tal motivo, saber que el cerebro cambia en respuesta a nuestra manera de ejercer la paternidad puede ayudarnos mucho en la crianza de los niños.
Pero no nos sintamos presionados. La naturaleza se ha preocupado de que la arquitectura básica del cerebro se desarrolle debidamente con una alimentación, unas horas de sueño y una estimulación adecuadas. Los genes, por supuesto, desempeñan un papel importante en la forma de ser de las personas, sobre todo en lo que se refiere al temperamento.
Pero los hallazgos en distintas áreas de la psicología del desarrollo sugieren que todo lo que nos sucede –la música que oímos, las personas a las que queremos, los libros que leemos, la clase de disciplina que recibimos, las emociones que sentimos– tiene una gran influencia en el desarrollo de nuestro cerebro.
Dicho de otro modo, además de nuestra arquitectura cerebral básica y nuestro temperamento innato, los padres pueden ejercer un papel esencial a la hora de proporcionar la clase de experiencias que ayudarán a desarrollar un cerebro resistente y bien integrado.
¿Qué es cerebro integrado y por qué importa tanto?
La mayoría de nosotros no toma en consideración que nuestro cerebro tiene muchas partes distintas, cada una con diferentes cometidos. Por ejemplo, hay un lado izquierdo que nos ayuda a pensar de una manera lógica y a organizar los pensamientos para construir frases, y un lado derecho que nos ayuda a experimentar las emociones y a interpretar las señales no verbales.
Tenemos asimismo un cerebro de reptil, que nos permite actuar intuitivamente y tomar decisiones relacionadas con la supervivencia en milésimas de segundo, y un cerebro de mamífero, que nos orienta hacia la conexión y las relaciones. Una parte del cerebro se centra en la memoria, otra en tomar decisiones morales y éticas. Es casi como si nuestro cerebro tuviera múltiples personalidades: unas racionales, otras irracionales, unas reflexivas, otras reactivas. ¡No es de extrañar que en distintos momentos parezcamos personas diferentes!
Es fácil ver cuándo nuestros hijos no están integrados: los superan las emociones, están confusos y actúan de manera caótica. No son capaces de responder de una manera serena y competente a las situaciones a las que se enfrentan. Los berrinches, las crisis, la agresividad, y casi todas las demás experiencias desafiantes para la paternidad –y para la vida– son el resultado de una pérdida de integración. Ante estas situaciones, el accionar de los padres reviste de mucha importancia porque podemos sobre la base de construir una relación sólida, contribuir positivamente.
La razón por la que el cerebro de un niño no siempre es capaz de integrarse, es sencilla: aún no ha tenido tiempo para desarrollarse. De hecho, le queda un largo camino por recorrer, ya que se considera que el cerebro de una persona no está plenamente desarrollado hasta los veintitantos años. La buena noticia es que usando los momentos de la vida cotidiana podemos influir en la manera en que el cerebro de nuestro hijo avance hacia la integración. Por ejemplo, ayudamos a usar el cerebro izquierdo lógico y el cerebro derecho emocional, como si fueran un equipo cuando, ante situaciones de desborde emocional, los ayudamos a registrar sus sentimientos con empatía y luego, cuando el niño logra calmarse y se encuentra ya más receptivo, hablamos de las cuestiones lógicas referidas a la disciplina y a la búsqueda de soluciones.
Colaboramos a activar el cerebro superior de los niños al pedir que reflexione haciéndole preguntas, planee y elija, en lugar de favorecer el cerebro inferior, donde no interviene tanto la reflexión, sino la reacción. Hay una aptitud innata del cerebro para la interacción social, tener experiencias positivas y satisfactorias con las personas con las que están más tiempo resulta sumamente beneficioso. Los conflictos que surgen en esta interacción con otros se nos presentan como una oportunidad de enseñar aptitudes esenciales para relacionarse, como ver las cosas desde la perspectiva de los demás, interpretar señales no verbales y hacer acuerdos.
Lo maravilloso de este enfoque y sus propuestas de acción es que coinciden plenamente con una visión respetuosa de la crianza. Una crianza que entiende que el rol de los padres es fundamental, que los conflictos o manifestaciones de esta “falta de integración cerebral” son oportunidades para enseñar habilidades, que muchas de las cuestiones que suceden todos los días son propias de la inmadurez de nuestros hijos y que es nuestra labor ayudar a registrar lo que sienten, estimular su reflexión para que no los dominen las reacciones, fomentar un pensamiento propio y un mayor registro y control de su cuerpo y las emociones.
Diversas miradas nos llevan a un mismo camino, al de una paternidad activa, efectiva, respetuosa y responsable.
Lic. Vanesa Gómez
Fuente: “El cerebro del niño”. Autor: Daniel J. Siegel.